20100908

Miedo. Miedo que me desgarra, que me ahoga, que me hace enloquecer. Miedo que me gana todos los pulsos. Miedo que me aísla del mundo real, que corta los hilos. Miedo irascible, cabrón, que me susurra que voy a perder. Que no me deja pensar… Miedo que es un eco del suyo, aún mayor. Miedo que duele; que duele de verdad, en el estómago y bajo las costillas. Que me hace hiperventilar. Que desborda las lágrimas. Que hace que mi piel se ponga de gallina. Que no me deja dormir. Que se come mi hambre y las ganas de caminar. MIEDO, con mayúsculas. Miedo agonizante. Que no se deja engañar por nada ni nadie. Miedo por la persona adorada. Miedo que te marea y te lleva al fondo. A la oscuridad. Ése que hace que la cabeza te de vueltas y te hace abrazar la almohada. Miedo que te hace enmudecer y llorar, que hace que supliques y solloces en silencio. Miedo que nadie más que tú entiende.

Miedo que, sin embargo, deja pasar un rayito de esperanza. De confianza. De luz…

De su luz.

Desnuda e Inocente.

Para ella, el día comenzaba cuando se iba el sol. Cogía su bolso, echaba el mini bote de laca dentro, las llaves, preservativos, cosas de las que suelen llevar las mujeres, lo cerraba y se iba dejando a los niños dormidos. Tenía 26 años y ya tenía dos cosas por las que mataría. No podía evitar preguntarse si volvería a verlos.

Una vez en la calle, respiraba el aire fresco y echaba a andar. Rápido, con miedo de que alguien la siguiera. De que las vecinas comentaran. Llegaba al edificio, se metía en su cuarto personal, y esperaba a que la dieran indicaciones. Esa noche tocaba disfraz. Liguero, faldita corta, cofia de enfermera. Le parecía de lo más vulgar pero, como se recordaba de vez en cuando, era con lo que podía dar de comer a sus hijos. Avisó de que estaba preparada e inspiró hondo. Se sentó en la cama con cara inexpresiva. Cuando abrieron la puerta, ya mostraba una sonrisa insinuante, las piernas cruzadas y un escote de campeonato.

Cuando él terminó, tenía una zona un poco más oscura en la nalga izquierda. Fruto de la pasión. La había llamado de todo, pero a ella eso no le importaba. Los clientes solían pensar que así las ponían a tono, pero qué va.

Así, tumbada, parecía una niña desnuda e inocente.

Recogió el dinero, se vistió y se fue a casa. Al llegar, se apoyó en la puerta. La cabeza le daba vueltas. Miró en la habitación de los críos y les vio dormidos, tal y como les había dejado. Al menos ellos seguían ahí. Se duchó, frotándose fuerte, para quitarse a todos aquellos hombres de su piel. Era lo único que sabía hacer, ser una puta. En momentos de depresión, pensaba que no servía para nada más. Se secó, se puso el pijama y fue a la habitación a tumbarse.

Echaba de menos el amor. Pero no del que ofrecía ella, eso no. El amor de verdad. El que te abraza por la cintura por la noche y te recuerda lo guapa que estás aunque te encuentres feísima. El amor de una familia estructurada y completa. Sí, parecía que a sus 26 años eso todavía casi estaba por aparecer. Pero ella se sentía como alguien que ya ha vivido una vida.. Y parte de otra.

Es curioso como la vida te da algunas cosas de la forma que menos te gustaría tenerlas.